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CARPE DIEM

El hijo del predicador

Saludos a tod@s, quería dejar mi huella personal en este relato. Espero que os guste.    Ben Guiño

EL HIJO DEL PREDICADOR

Aquella pálida mañana de otoño, Jam y su esposo Christopher acudieron a la iglesia como cada domingo, sin embargo, ese día era diferente y muy especial para ellos; todas sus oraciones al gran Dios habían sido escuchadas y no sólo eso, sino que también se les había encomendado una dura prueba. Christopher era el predicador de la pequeña aldea de Brean en Nueva Inglaterra y desde que uniera sus votos matrimoniales a los de su esposa Jam habían deseado que el Señor les proveyera con una criatura a la que alimentar, cuidar y dirigir por el buen camino. Cierto día unas amistades de Weston, la ciudad más cercana, les hablaron de la existencia de un chico con una extraña anomalía congénita, que había sido abandonado en el orfanato. Un mes después, lograron adoptarlo sin ningún tipo de complicaciones, pues nadie nunca quiso hacerse cargo del niño durante sus nueve años de estancia en el hospicio.

El sermón del día trataba sobre la ira de Dios hacia aquellos que juzgan al resto del rebaño tan sólo porque una de sus ovejas es diferente, de la maldad de algunos seres humanos y del fuego de los infiernos arrojado sobre ellos. La voz de Christopher se elevaba desde las alturas del púlpito y se propagaba por las tres pequeñas naves de la congregación. Siempre había sido un hombre de un gran temperamento, y con sus sermones y cantos a más de un feligrés había logrado arrancar unas lágrimas, y más de un niño inocente había soñado con las llamas del averno en las frías madrugadas de Brean. Aquella mañana, el tono de su voz era más solemne, si cabía, el brillo de sus centelleantes ojos negros era más vívido, más cálido, sus dientes aparecían y desaparecían mientras hablaba, casi parecía sonreír. Jam lo escuchaba con atención desde la primera hilera de bancos, junto al resto de la aldea, como siempre de rodillas durante toda la misa. Según Christopher se estaba más cerca del Padre desde una posición de extrema humildad.

Las palabras del predicador eran arrastradas por la brisa de la mañana que cruzaba las cruces y lápidas del pequeño cementerio que rodeaba la iglesia hasta la ladera de los valles orientales. A lo lejos podía divisarse la línea de la costa, y más lejos, en el horizonte una gran mancha blanca; el Grand Pier de Weston. Cuando los primeros colonos europeos llegaron a Inglaterra construyeron un extenso muelle y en su extremo un lujoso hotel de madera blanca con dos torres gemelas para el hospedaje de los viajeros de tierras lejanas. Hace nueve años Asa fue uno de ellos, pero ahora se encontraba sólo en su habitación, haciendo su pequeña maleta, como siempre con los ojos cerrados, pues bajo ningún concepto se le permitía abrirlos. En aquel instante llegó la señora Snack con su acostumbrado aire altanero y su pamela perfectamente conjuntada con su traje de gasa. Teresah Snack era la directora de la institución donde Asa había pasado su infancia. Acatando órdenes que en un principio le resultaron absurdas, pero llegó el día en que comprendió que sus ojos no eran como los de ningún otro niño, y que mostrarlos en público podía ocasionar un terror inusitado.

Cuando la mujer entró en la habitación del niño, este mostró su descontento con un ligero carraspeo en la garganta y a la vez bajó la barbilla hasta que su nuca quedó tan tirante como la soga de un ahorcado. La señora Slack siempre lo había tratado mal, confinado en su minúscula habitación como un monstruo al que la luz del día no pudiese tocarle, como a una mala semilla.

Al parecer el carruaje que llevaría a Asa a su nuevo hogar en Brean estaba en la verja principal esperándole. La propia Teresah Slack ayudó al muchacho con su maleta ajada. La felicidad se dibujaba en las profundas líneas de su rostro, pero no era la única en disfrutar de aquella marcha. En su interior, Asa, palpitaba de emoción. Nunca había atravesado aquellos muros grises desde que su madre le dejara allí al nacer, y ahora podía sentir la libertad mientras sacaba una de sus blancas manitas por la ventanilla del coche de caballos. En aquel instante la brisa de la mañana acarició su piel pálida y decidió dedicarle una generosa sonrisa a la señora Slack, eso si, con los ojos bien abiertos. La mujer gritó de espanto, y los niños que también le vieron mientras jugaban en el patio pudieron contar a los otros que al fin habían visto los ojos rojos de Asa.

El viaje resultó de lo más placentero y confortable. Los caballos les conducían por un intrincado y boscoso camino colindante a la línea de costa, que surcaba el magnífico paisaje de Brean. Las bestias cabalgaban a galope tendido hasta que el camino se transformó en un barrizal, cada vez más estrecho, y al fondo una colina verde comenzó a dibujarse con casitas blancas de madera de abedul.

El carruaje se detuvo frente a la casa de Christopher y Jam. Entonces el muchacho bajó con su maleta en la mano y la cabeza gacha. Jam contuvo la emoción y las lágrimas, y aunque lo que realmente quería era correr hasta aquel niño de pelo rojo y palidez extremas para estrecharlo contra su pecho no lo hizo para no importunarlo en exceso. En lugar de eso, Asa, dio un paso adelante y fue cuando se topó con la robusta figura del predicador que le tendió la mano con gesto amistoso. Asa extendió la suya y Christopher la asió con firmeza. A continuación, le tomó la maleta y le condujo al interior de la gran casona apoyando suavemente la gigantesca mano sobre el hombro derecho del niño.

Aun no había pronunciado una sola palabra, y cuando estaban a punto de acceder al porche de la entrada. Jam se acercó a Asa y se arrodilló frente a él. Desde aquel instante la mujer le dijo que nunca más debería cerrar los ojos, a menos que durmiera. – Dios nos ha dado el don de ver para que veamos lo que nos rodea, la belleza de una tierra que también se hizo pensando en ti – dijo Jam al tiempo que pellizcaba una de las mejillas del chico, que en aquel momento sonrió y abrió los párpados, mostrando dos enormes rubíes en el rostro. – verás que así todo es más bonito- volvió a decir Jam, que no hizo ninguna clase de aspaviento ante aquella extraña mirada. Asa la abrazó con todas sus fuerzas.

Los primeros meses de estancia en Brean fueron agridulces para Asa. Siempre había soñado con un lugar donde los niños eran amables y los juegos eran risas y complicidad, sin embargo, aquel era un pueblecito como cualquier otro. Un tanto liberal, eso si, para los tiempos que corrían, con la reciente plaga de fiebre malta y la acontecida mala cosecha de patata. Muchos de los aldeanos fueron a hablar con Christopher porque pensaban que la llegada de Asa a Brean había desatado una espiral de malos augurios, y tras recriminarlos por tan insensatos pensamientos, el predicador tuvo que tomar cartas en el asunto. Decidió que lo mejor para el muchacho sería una profesora con extensos conocimientos en todas las materias didácticas, dispuesta a trasladarse al condado de Somerset de inmediato.

Asa había permanecido demasiado tiempo en la ventana de su habitación sin más compañía que la de Jam y la pequeña Biblia que Christopher le regaló la primera noche de su llegada. El reverendo no lo sabía, pero el muchacho la guardaba bajo su almohada como un tesoro, y cada noche leía unas páginas que trataba de memorizar mientras sus rusientes ojos se cerraban por el sueño.

Una semana más tarde, una elegante calesa negra se detenía frente al porche de la casa del predicador y su esposa. Una hermosa mujer de pelo negro azabache, recogido en un moño con sombrero y vestido azul descendió del carruaje con el mismo gesto que la niebla despejando el mar con su vaivén. Si alguna palabra describía aquel rostro era quietud, y su angulosa figura y gráciles movimientos eran con la espuma del mar. Asa la observaba desde su habitación, situada en la buhardilla de la casa, cuando la mujer elevó el rostro hasta el niño y le sonrió. El muchacho se sorprendió muchísimo cuando pudo ver mejor la hermosa cara de la mujer. En primer lugar porque esta no se asustó al ver sus ojos; y en segundo porque la mujer sujetaba un extraño artilugio de acero dorado sobre el puente nasal con dos perfectos cristales redondos cubriéndole los ojos, que al mirarlo relumbraron con la reverberación de los rayos del sol. Era una mañana espléndida y el cielo estaba totalmente despejado, aunque hacía un poco de calor. La extraña mujer extrajo un pañuelo, también azul, del interior de su bolso de mano y se lo pasó por las muñecas y el cuello. El cochero descargó un pesado baúl y algo de equipaje más ligero. De repente, Jam salió a recibirla con una amplia sonrisa, casi parecía que aquella extravagante señora fuese como una bendición venida del cielo. Un momento después Asa comprendió que se trataba de Maggie, su profesora particular, recién llegada de París. En los días sucesivos, Asa, continuaba mirándola fijamente para intentar comprender porque llevaría aquel extraño artilugio en los ojos. Aquellos preciosos ojos azules. Maggie se percató de la curiosidad que el niño sentía por sus lentes y le explicó que se utilizaban para ver bien cuando los ojos de las personas presentan algún problema de visión. Sin duda se trataba de un gran invento que estaba revolucionando las leyes de la óptica en el viejo continente, aunque en Brean nadie había visto nada parecido. En aquel instante, Asa, se enamoró perdidamente de aquella encantadora mujer, cuya voz embaucaba al que la escuchaba. Sus palabras irradiaban inteligencia, y tras concluir cada frase solía sonreír mirando al niño a los ojos. A partir de entonces, Asa, se propuso aprender todo lo que Maggie podía ofrecerle, y era mucho. Cuando fuese mayor quería ser maestro en una gran ciudad, donde las personas son como puntos infinitos en mitad de un océano.

El otoño transcurrió veloz entre libros y cuadernos de estudio, caligrafía, aritmética, literatura y sobre todas las cosas estaba Maggie, su adorada Maggie. Cada mañana, Asa, se levantaba y solía dar un sonoro beso en la mejilla de Jam, acompañado de un apretado abrazo, y seguidamente les daba las gracias a ella y a Christopher por haber traído a la profesora hasta Brean, sólo para el. Después daba un largo paseo por la senda de abedules que recorría los verdes prados de la colina este de Brean Sands y que en unos treinta minutos les conducía hasta la iglesia. Durante el trayecto, el predicador, le recitaba pasajes de la Biblia con una solemnidad conmovedora. Había uno de ellos que le aterraba; “si tu ojo te ofende, arráncatelo”; pero existía el del buen pastor que no supo cuidar su rebaño y su llanto inconsolable hizo que el Creador se apiadara de él y le concediera otro nuevo.

A veces se topaban con otros caminantes, aldeanos que iban a la ciudad, o viajantes con carros de heno que observaban al niño descaradamente y atemorizados se santiguaban al instante. Christopher no los reprendía nunca estando Asa presente, pero al domingo siguiente les dedicaba unas palabras desde el púlpito para oprimir su inexcusable conducta.

Pasaban los meses y Asa se enamoraba nuevamente, pero esta vez de muchas cosas a la vez; de los fastuosos acantilados del Canal, de los literatos universales que cada anochecer devoraba, del bosque de Everwood en la ladera norte de Brean, donde solía ir con Jam para recoger bayas silvestres y a su regreso a casa preparar suculentos pasteles de moras y crema. Así concluyó también la estúpida ignorancia de los aldeanos que empezaban a saludarle. Y más tarde llegó el día en que comenzó a jugar con otros niños, sin que éstos se atemorizaran, aunque las ilusiones por los juegos infantiles se habían evaporado en su corazón de quinceañero. Desgraciadamente también llegó el momento de despedirse de Maggie y viajar hasta Oxford para educarse en el Pontin´s School, un refinado internado al que Maggie escribió para que Asa fuese admitido. Debido a sus excelentes conocimientos en cálculo y literatura no tuvo ninguna clase de contratiempo.

Todos salieron hasta el porche de la blanca casa para despedirse, excepto Jam, que no pudo retener las lágrimas y prefirió que Asa no la viese llorar. Christopher le entregó una nueva Biblia que contenía el árbol genealógico de la familia del predicador a lo largo de cuatro generaciones. Al mirarlo se dio cuenta de que su nombre aparecía en la rama más alta, justo  en la parte superior izquierda con los correspondientes apellidos de la saga. Sus ojos de fuego se humedecieron y la visión se tornó borrosa cuando el fornido hombre con su traje negro impecable lo rodeó con sus brazos. La última en despedirse fue Maggie que le obsequió con el tan ansiado beso que siempre había deseado desde que la conociera, aunque sólo fuese en la mejilla, sintió como si un ángel lo hubiera rozado. Además le entregó una cajita rectangular de madera oscura y le dijo que la abriese antes de llegar a su destino.

Mientras el carruaje se alejaba por el sendero de abedules, Asa, se aferraba al pasamanos de la calesa, escrutando cada una de las ventanas de la casa esperando ver a Jam, a su madre. Y al fin la vio, en la buhardilla, agitando la mano para despedirle.

Mientras recorría nuevas tierras, desconocidas para él, ojeó de nuevo la Biblia de terciopelo rojo y letras doradas que el predicador le había hecho entrega y entonces se acordó de la cajita de Maggie. La abrió y contempló absorto unas gafas de cristales tintados junto con una pequeña nota que decía: “son la última moda en París, entre las jovencitas están causando furor, escríbeme pasado un mes, ya conoces mi dirección en Weston. Chesnut Terrace 40”.

La institución de Pontin´s se encontraba en el sur del condado de Sommerset, a medio día de Brean Sands, pero el paisaje era algo mas agreste y bucólico. Cuando llegó hasta la verja de la entrada sujetó con fuerza su equipaje de mano y miró con fascinación los dos pilares, coronados con leones, que cruzó con un nudo en la garganta. Se colocó las gafas negras y caminó con paso firme y hombros erguidos.

Durante su estancia allí, algunos pensaron que se trataba de un chico ciego y por ello necesitaba lentes oscuras, otros que era un muchacho extranjero, ya que en el continente son extravagantes y siempre están haciendo locuras con la forma de vestir y los complementos en la ropa. Tres largos años se sucedieron entre interminables cartas a su querida Maggie y las visitas en verano a Brean. Como siempre, Jam, se esmeraba en que la casa estuviese tal y como Asa la recordaba, al igual que su habitación en la buhardilla. Paseaban por Everwood para recoger moras y el predicador se llenaba de orgullo cuando le acompañaba a la misa del domingo, y todos le comentaban que Asa se había convertido en un apuesto hombrecito, a pesar de sus lentes ahumadas, de las que jamás se desprendía.

Todo eran alegrías, hasta que una tarde de primavera en su último año en Pontin´s Asa recibió una terrible carta de Weston en la que decía que Maggie había fallecido a causa de escarlatina. Las lágrimas del muchacho estropearon el papel. La tinta negra se emborronaba haciéndose ininteligible. Asa acudió inmediatamente al funeral, acompañado de Jam y el predicador que ofició la misa por deseo expreso de la difunta antes de su muerte. Al verla allí, sin sus lentes, con su acostumbrada palidez extrema y su sedoso cabello negro, Asa, contuvo unas irrefrenables ganas de gritar, pero en lugar de eso, se acercó hacia el féretro y le dio un beso en la frente exangüe. Se despojó de sus lentes y la observó por última vez antes de que la tierra la sepultara para siempre.

Maggie había dejado una carta sobre su tocador en la casa de Weston, y el ama de llaves de la mujer se la entregó a Asa cuando estaba a punto de marcharse con Jam y Christopher.

De camino a Brean, Asa, leyó detenidamente línea a línea, regresando de vez en cuando a las anteriores. La sangre se arremolinaba en sus oídos y le obligaba a bostezar para despejar sus sentidos por la altitud del camino. Las colinas allí eran demasiado altas, y desde ellas se divisaba el mar. Entonces recordó su primer viaje a Brean por aquel mismo camino, el mismo que hacía tiempo había olvidado. “Qué efímera es la vida” pensó para sí, y a continuación les comunicó a sus padres que el próximo año iría a Oxford para estudiar magisterio, a lo que el predicador accedió de buen grado. Nunca dijo a nadie lo que Maggie escribió en aquella carta de despedida, pero lo que sí es cierto es que logró conciliar su alma y alentarle a volar a nuevas tierras extrañas, repletas de desconocidos aún más extraños.

Oxford era como una burbuja de jabón a punto de explotar. Un ciudad inmensa con edificios gubernamentales, instituciones pedagógicas dirigidas por eruditos y personas, miles de ellas por doquier. Transeúntes de calles y avenidas abarrotadas de estudiantes, honorables caballeros ingleses paseando del brazo con sus esposas. Cafés atestados de humo de tabaco de pipa y periódicos. Un nuevo universo se abrió ante Asa.

La vida en Oxford pasaba como un suspiro, a veces de aflicción; cuando pensaba el mucho tiempo que no veía a su añorada familia, e incluso le parecía escuchar la reverberante voz del predicador, o le parecía percibir el olor de los pasteles y el pan recién horneado de Jam;  y otras veces de fascinación y amor a la vida; especialmente en la mañana de octubre en que conoció a Lianne. Una compañera de aula, recién llegada de París. A ella no le sorprendió en absoluto el hecho de que llevase lentes tintadas. En realidad a nadie le asombraba ese pequeño detalle en la exquisita indumentaria de Asa, pero el saber que ella encontraba distinguido el que un caballero llevase lentes le animó a invitarla a dar un paseo por el Kensington Park. El invierno allí era precioso, con un suelo que casi parecía bordado de encaje, con la blanca nieve extendiendo su manto. Aquella tarde se cogieron del brazo y Asa fue el hombre más feliz del mundo.

En su última carta a Brean, redactó a Jam y Christopher los últimos sucesos, la buena marcha de sus estudios, que finalizaban en dos meses. Así como las maravillas que albergaba el Bristish Museum de Londres, al que se había desplazado con su amada Lianne, sin mencionar la interminable lista de excelencias que le inspiraba la tan mencionada muchacha, con la que ya mantenía noviazgo oficial y serio. Sin embargo, Lianne, aún no conocía el secreto que Asa guardaba tan celosamente, y que incluso había olvidado mencionar, pues jamás se despojaba de sus lentes. En innumerables ella había insistido en ver sus ojos, pero el siempre eludía sus peticiones con algún halago a su belleza, o recitaba alguna cita de algún poeta. No obstante, el día en que su secreto ya no sería tal llegó.

Asa pensó en romper el misterio que le embargaba y que le había acompañado durante su existencia torturándole cada noche cuando se metía en la cama y se desprendía de las tan preciadas lentes de Maggie.

Aquella noche citó a Lianne en el restaurante de La Bohem para cenar. Allí le declaró su amor eterno y pidió su mano. La muchacha quedó conmocionada y al instante aceptó sin premisas, aunque seguidamente su blanca sonrisa se tornó en horror cuando Asa se quitó las lentes y la miró a los preciosos ojos pardos. Lianne apartó la mirada rechazando aquella imagen que le inspiraba pavor y aversión. Sin pronunciar ni una sola palabra, ella, se levantó y corrió hasta el vestíbulo por el que su ligero vestido de seda verde desapareció con sus sueños juntos para la eternidad.

Asa lloró y lloró sobre el mantel y las servilletas bordadas, sujetando el anillo de rubí que pensaba encajar en el dedo de Lianne. Sus lágrimas fluían sin cesar cubriendo cubiertos de plata y las copas de champagne. La gente en el restaurante lo miraban, afligidos. Caminó hasta la salida y paseó por las calles desiertas hasta horas insospechadas. Mientras Oxford dormía el lloraba y lloraba. Llegó a su apartamento en la residencia y continuaba llorando. Se echó sobre la mullida almohada y la empapó con su fuerte llanto inconsolable. Podría haber llorado durante días, semanas, meses, años, décadas, incluso lustros y siglos, pero su longevidad se lo habría impedido. Se durmió llorando y despertó con lágrimas. Cuando asomó su empapado rostro al espejo, contempló sus ojos, fascinado. No eran rojos, sino negros, como los del predicador. Su padre.

1 comentario

Jason -

Qué bien. A eso le llamo empezar a lo grande. Me ha gustado mucho volver a leerlo tiempo después y disfrutar de ese final tan impresionante.
un abrazo